Mi abuela ha sido una de las compañeras de viaje más determinantes de mi vida y una de las personas más fascinantes que he conocido. Explicar su intensa y larga vida, significaría abrir otro blog monográfico. Quizás algún día.
Júlia, mi amiga, nació en Linares (Jaen) hace 96 años y disfrutó de una niñez y juventud excepcionales (“en una jaula de oro que no me dejaba ver y entender el mundo –dice ella-“). Los privilegios de los que disfrutó durante los primeros años de su vida, le permitieron viajar por Europa, estudiar dos carreras y hablar varios idiomas; y siempre cuenta orgullosa que el primer coche que apareció por las calles de Linares, lo conducía ella.
Se casó por amor (ahora nos parece obvio, pero hubieron tiempos y contextos en que hacerlo, era innovar) y por amor lo perdió todo.
Comprendió demasiado tarde (o demasiado pronto, depende como se mire) que su familia, aunque radical y cruel en el castigo, tenía razones para desconfiar de aquella relación.
Cuando mi abuelo murió, hace más de 30 años, mi abuela floreció (ella no aceptaría este comentario-aún le ama-, así que no seguiré por ahí) y convirtió el coraje necesario para sacar adelante a sus ocho hijos en condiciones demenciales, en sabiduría, paz de espíritu, creatividad, y pasión por la estética y la vida.
Mi familia es un clan (un clan 1.0. como diríamos ahora: con jerarquías, roles establecidos y normas tácitas de comportamiento y relación entre nosotros). Tiene sus inconvenientes, porque pertenecer a una comunidad (a una comunidad no elegida ni prescindible) significa enfrentarte contínuamente con tu individualidad frente al colectivo, con la gestión de tus necesidades personales y las del grupo, con tu libertad vital frente a las expectativas de los demás.
A cambio, (¿Qué ventajas tiene?, me preguntaba un amigo esta noche) satisface una necesidad básica (en mi opinión) del ser humano: sentir que pertenece a algo mayor que sí mismo, a algo que le trasciende. Cada uno lo resuelve a su manera: desde pertenecer a un club de futbol, montar una banda de jazz, fusionarse espiritualmente con otro ser….
Mi familia, aunque de forma conflictiva, es el clan al que pertenezco, por voluntad, por destino y por amor, y mi abuela es el elemento cohesionador, integrador, conciliador. Sin ella, creo que nos desintegraríamos (a veces lo veo como un momento liberador y otras con terror).
Y mi abuela lo tiene jodido, porque asume esa responsabilidad con serenidad, ternura y sentido del deber, pero a cambio paga un precio muy alto por ello. LA necesitamos tanto para sobrevivir como clan, que más que amarla la adoramos como un ídolo (dejándola muy sola), más que respetarla la maltratamos con nuestros miedos, más que cuidarla la asfixiamos con una sobreprotección que es la nuestra. Pensamos que la queremos (y lo hacemos) pero sobretodo queremos y nos aferramos a lo que significa y representa para nosotros.
A veces convertimos a las personas en objetos necesarios para responder a nuestras aspiraciones. Las despersonalizamos, nos hacemos insensibles a sus necesidades reales y lo enmascaramos todo de lealtad, amor, admiración, protección… porque en el fondo, dependemos de su perdurabilidad como símbolo. Es injusto, pero el vacío puede más. Nos va la vida en ello.
Deberíamos ayudar de igual forma, a aquellos a los que amamos, en el transito por la vida y el transito hacia la muerte.
Este sábado ví un letrero en una tienda de trajes de novia en barcelona que decía así: "
Lo mejor que podemos hacer en tributo a aquellos a quienes amamos, es seguir siendo felices".
Soy feliz, aunque solo sea porque Júlia se lo merece.