Pasaba unos días en la Rivera Maya, cuando al subir a una embarcación, el guía nos dijo, como quien comenta el tiempo en un ascensor, que se acercaba un huracán.
Me lo tomé con la misma calma con que él lo anunciaba y me concentré en preparar el equipo y en conocer a los compañeros de inmersión.
Al volver al hotel, tuve la sensación de disponer de una información secreta. Nadie parecía conocer el avance de la tormenta y si lo hacían, aquello no tenía ningún efecto sobre los turistas abandonados a un “todo incluido” delicioso ni sobre el personal del fastuoso complejo, que seguían “tranquilos” sus quehaceres diarios.
Tres días más tarde el huracán Dean impactó con fuerza 5 sobre nosotros, pero en aquel momento, la calma y la ligereza caribeña dominaba el ambiente.
Me enganché a la CNN y pude hablar con empleados del hotel con los que la complicidad ganada después de una semana allí, permitía cierto grado de confianza para hablar sobre los preparativos del proyecto que en esos momentos empezaba.
Para cuando mi familia y amigos empezaron a llamar angustiados por las imágenes que se retransmitían en España, yo ya estaba enrolada en la vorágine de estudiar cada paso que se daba en el hotel para prepararnos para el impacto. Todos los datos del mundo no hubieran bastado para tranquilizar a aquellos que nos quieren y temen que algo pueda pasarnos.
“Están evacuando a turistas [el gobierno canadiense se llevaba a sus ciudadanos en esos momentos], coge un avión y sal de allí enseguida”, fue el consejo razonable de mi padre. Pero faltaban menos de 48 horas para que llegaran las primeras lluvias y a mi me parecía que en aquellos momentos el aeropuerto de Cancún era un lugar más peligroso que aquel hotel donde un personal perfectamente entrenado se movía con sigilo, determinación y serenidad ante una crisis que viven varias veces al año.
Las salas de convenciones del complejo se convirtieron en centros de operaciones donde cada cuatro horas habían reuniones que podías comprender al ver las pizarras que dejaban escritas. En la piscina, en la playa, en los restaurantes..., de repente veías a alguien que levantaba un brazo y en cuestión de segundos era rodeado de una veintena de personas que recibían instrucciones y se disolvían a paso ligero. Poco a poco se fueron cerrando espacios del hotel y la masa de huéspedes era conducida, casi de forma imperceptible a seguir con las actividades habituales del hotel en lugares que tenían una prioridad menor en el calendario del proyecto. Mientras los animadores seguían haciendo clases de merengue en la piscina, los camareros se encaramaban a decenas de escaleras para descolgar luces, cuadros, ventiladores o cualquier elemento que pudiera convertirse en un proyectil con vientos de 200km x hora.
Obsesionados por la seguridad, pero igual de centrados en seguir ofreciendo el mismo nivel de servicio a los clientes, con la mejor de sus sonrisas, hasta en cosas que podrían parecer superfluas en tales circunstancias. Pensé en aquella imagen del Titanic hundiéndose mientras los violinistas seguían tocando música hasta el final.
En recepción había mucha presión. Nuestro hotel era un bunker y acogía a turistas trasladados de otros complejos cercanos que no eran tan seguros. Así que en dos días se gestionaron un 40% de entradas hasta llenar todo el hotel.
La noche del impacto, la cena se adelantó y se concentró de 19h a 21h. Dar de cenar a 1800 personas en dos horas requirió la presencia de todo el personal en los restaurantes: actores, bailarines, animadores, profesores de submarinismo, personal de seguridad, limpieza…todos estaban allí, les reconocía, a pesar de sus delantales y gorritos. A las 21h, todos teníamos que estar encerrados en nuestras habitaciones protegidas con persianas anticiclónicas, donde al entrar encontraríamos una bolsa con comida y bebida para tres días. Durante la cena yo me preguntaba quien estaría preparando en esos momentos, los paquetes de comida que encontraríamos en la habitación en breve. Todo el personal estaba allí corriendo de un lado a otro, casi sin poder disimular la preocupación por las consecuencias de un retraso en el plan.
Cuando todo pasó, pedí poder hablar con el “jefe de proyecto” de todo aquello. El director del hotel, me explicaba en su despacho horas más tarde, sorprendido por mi actitud de alumna entregada, que las bolsas de comida, se preparaban en las salas de convenciones, mientras nosotros cenábamos, por el personal administrativo (150 personas de las 800 empleadas en total en aquella organización). Claro!, el personal administrativo, al que nunca vimos antes.
El huracán entró a la 1h. De la madrugada, fue rápido, y a su paso dejó un panorama desolador, ninguna víctima entre los turistas, algunas entre la población que no disponía de semejante infraestructura, a pesar de que Mexico, dispone de uno de los dispositivos más eficientes del mundo en gestión de huracanes.
Al frente del Barceló Maya Beach Colonial, está un líder serio pero accesible. Conversar con él fue un gesto más de la generosidad que aquel hombre me transmitió durante una larga conversación. Me explicó mil detalles de un protocolo que yo obviamente desconocía, y respondió apasionadamente a mis dudas.
Lo primero que hacen ante la inminencia de una situación así, es invitar al personal a irse a cuidar de sus familias, si éstas están en una situación precaria. Sin ningún coste laboral ni económico para el empleado. “No pueden cuidar de ustedes si están preocupados por sus propias familias, y además no es humano”.
Tienen un plan meticulosamente trazado y que se perfecciona cada año, pero una vez activado, analizan “in situ” cada dos horas el avance del huracán y replanifican sobre la marcha. Un eficaz sistema piramidal de comunicación permite que en cuestión de minutos, todo el personal esté informado de los ajustes en la planificación.
Lo de la “música hasta el final” no es sólo una cuestión de excelencia de servicio. Tener a la gente entretenida es una cuestión de seguridad. (no venía a cuento explicarlo aquí, pero vi algún altercado de personas que perdían los nervios, convencidas de que iban a morir)
Viven para sus huéspedes(convertidos formalmente en refugiados mientras dura el estado de excepción –me comentó-), pero no olvidan que a pocos metros, en medio de la selva, la sociedad a la que pertenecen ha sido azotada dramáticamente y mientras reconstruyen el hotel, una dotación de “sus chicos” reparte en los pueblos cercanos, los excesos de previsión que los turistas no hemos necesitado.
Esas y algunas otras claves (mil detalles que guardo escritos en alguna libreta escondida en una caja de cartón) permiten manejar con rigor, disciplina y sentido de la responsabilidad uno de los proyectos más complejos que he presenciado.
Aquel hombre, que tiene a su cargo una plantilla de la magnitud de muchas grandes compañías, se emocionó varias veces al relatarme su historia, como si fuera la primera vez que la vivía, sin perder la humanidad y la sensibilidad que hace de un líder alguien capaz de manejar una situación como aquella.
No hace falta llegar tan lejos en aquello del turismo experiencial, pero para mi, aquel viaje se convirtió en una de las experiencias más enriquecedoras de mi vida. Y aquel hombre y aquellos profesionales en los receptores de un respeto y admiración que espero no olvidar.