A Verónica la conocí en Berlín, muy lejos de aquí, su tierra natal y mi Mexico de acogida.
Nos encontramos en un proyecto rodeadas de gente incomprensible y desarrollamos en seguida una complicidad “técnica” que poco a poco se fue convirtiendo en una amistad de esas que resisten tiempo y distancia.
La última vez que la vi fue en 2006, ella dejaba Europa, dónde había vivido unos años y regresaba a Mexico. Nos fuimos juntas unos días por la Toscana a modo de despedida (geográfica y personal). Habíamos compartido proyectos y residencia. La última temporada de Berlín, me instalé en su casa, en el centro, lejos de los aburridos apartamentos en el aburrido barrio, donde estratégicamente nos habían alojado al grupo de consultores desplazado hasta allí.
Después de todo eso, nos separamos deseándonos suerte y alegría.
Cambió de empresa, de residencia y de país, y desde entonces no había vuelto a saber nada de ella.
Cuando planeaba mi viaje a Mexico pensé en ella, en pasar por Puebla y visitarla, pero los días se atropellaban y dejaban poco tiempo para preparativos (de hecho, hay fines de semana que he planificado con mas esmero que estos dos meses de Mexico).
Un día, poco antes de venir, recibí una invitación de amistad por Facebook. Era Verónica. Se casaba en agosto, y probó a buscarme aunque sólo fuera para darme la noticia. En su invitación ya estaban incluidas mis excusas por no recorrer medio mundo para verla en el altar. Pero a veces el destino es caprichoso y en unos días un autobús me llevará a Oaxaca, y acompañaré a Verónica y sus cuates durante su tradicional, anhelado y sorprendente casamiento.
La semana pasada, tuvo lugar la despedida de soltera. En Cuernavaca. Es curioso que aquí me parezca normal meterme 7 horas de autobús para tiempos de estancia que en España me parecerían ridículos para tanto esfuerzo. La verdad es que estuve a punto de no ir. Había estallado una crisis en un proyecto en Barcelona, y estuve con el teléfono y el portátil a cuestas todo el rato, pero no me resigné a no ir…y me alegro de haberlo hecho.
No hay autobuses directos de San Miguel a Cuernavaca, así que pasé la noche antes en Querétaro, punto de conexión, para coger el primero de la mañana rumbo a Cuernavaca.
Al llegar a Querétaro volví sobre los pasos conocidos hacia el restaurante Ama Layú y allí, con la tranquilidad que da la buena compañía y la buena mesa, busqué un lugar dónde dormir. Terminé en el Mesón del Obispado, una pocilga con encanto.
Me dijeron por teléfono que tenían acceso a Internet (era mi único requerimiento), pero aquí la información hay que tomársela de forma muy relativa y el caso es que terminé sentada en un banco de la Plaza de la Corregidora, conectada a una wifi pública hasta bien entrada la madrudada. Camino a mi habitación, ya con el portátil sin gota de bateria bajo el brazo, como un guerrero después de una absurda batalla, pensé, sobre la relación entre la imprudencia, la temeridad y la inconsciencia.
Salí del autobús en la estación de Cuernavaca y el calor húmedo, el aire espeso, el olor a tacos y el bullicio, me despertaron de un guantazo. Había pasado todo el viaje dormida, recuperando horas de sueño por aguantar horario español los días previos.
Tenía las indicaciones para coger un taxi y llegar al hotel, pero decidí pasear un rato por aquella calle atiborrada de puestos de comida corrida, artesanía, y comercios que son auténticos mudos paralelos, dónde se vende, se vive, se platica, se come y se exponen productos sin aparente relación conceptual. Aquí en las farmacias puedes recargar un móvil o comprar tabaco (por poner un ejemplo de lo más común y sorprendente).
Llegué al hotel y por primera vez en muchas horas me sentí segura. Esa seguridad que te da el confort, el sentirte en destino, el servicio de lujo, la armonía estética, un entorno bajo control y diseñado para calmar la mente y alterar los sentidos.
Hosteria las Quintas , un paraíso por el que me adentraba, sucia, cansada, aturdida y con un sentimiento entre el entusiasmo y el escándalo por tal desmesura de belleza y contraste con el exterior.
Verónica y su grupo llegaron a los pocos minutos. Tras la euforia del re-encuentro y las presentaciones de rigor, pasamos la tarde poniéndonos al día. Me encantan esas conversaciones dónde se pierden las referencias temporales, has de sintetizar, buscar la esencia del relato vital y obviar lo superfluo (como si fuera fácil!). De vez en cuando sale un “ah, eso te lo perdiste!” y vuelve a abrirse otra elipse para explicar una historia que volverá al punto dónde se inició el paréntesis, para seguir el episodio original.
Pasamos la tarde en la piscina hasta que una espectacular, pero espectacular tormenta nos congregó en las dos habitaciones contiguas que teníamos reservadas. Seguimos la conversación en la terraza de uno de los dormitorios, bebiendo, fumando y estiradas por el suelo, como adolescentes en su primera escapada.
La noche fue tremenda. Una buena cena en un lugar fantástico. Me dejé guiar con la comida, para deleite de mi paladar y tormento de mi estómago. Conversación inteligente, íntima, divertida. Risas, profundas reflexiones, confidencias sentimentales, consejos de brujas buenas. Ana, Silvia, Carmen, Verónica, un grupo de buenas amigas que me hicieron sentir como si lleváramos juntas desde el parvulario.
La noche se puso al rojo cuando me di cuenta de que me habían robado. Sencillamente mi monedero había desaparecido (efectivo, tarjetas de crédito, identificación…en fin, lo normal en estos casos).
Yo, una vez superado el shock, me resigné ante la falta de evidencia de un robo, ellas se movilizaron convencidas de que no se había perdido. Se dispersaron, hablaron con todo el personal, pasada una hora se dirigían a ellos ya por su nombre, resolutivas, incisivas, aseguraban recompensas si aparecían los papeles, y volvían una y otra vez a intercambiar teléfonos con todo el servicio y a revisar de nuevo todos los rincones. Yo agradecida, paralizada, absorta, inútil, sorprendida. Ya nos íbamos y al cruzar con el coche por la puerta del recinto, Ana abrió la ventanilla y repitió de nuevo la retaila al conserge de la puerta!!.
Ya en ruta, rompí el silencio para preguntar “hacía falta todo ese show”?!! y estallamos en risas…Miré la oscuridad a través de la ventanilla, pensando de qué carajo me reía yo, pero lo cierto es que el resto de la noche fue de un surrealismo hilarante digno de una peli de Tarantino. En fin, una de las juergas más caras de mi vida.
La mañana fue tranquila, un sobervio buffet mientras sonreíamos cómplices y unos baños en la piscina, tranquila hasta que alguien preguntó que hora era y salí del agua como un resorte: faltaba media hora para que saliera mi autobús de vuelta. Volvimos a movilizarnos, Verónica me acompañó. En el taxi, confeccionábamos el plan B por si no llegábamos a tiempo, sonaba tan bien que casi deseé que el taxista dejara de derrapar por las calles como respuesta a nuestra histeria.
Llegué unos minutos tarde, pero con el tiempo y el aliento justos para subir al autobús y volver a tener esa sensación de paz como la que había sentido el día anterior all llegar al hotel.
Aún nos dio tiempo de darnos un abrazo, agradecernos la compañía y despedirnos hasta pronto.
Antes de dormirme en el autobús, recordé la historia de amor que Verónica me había ido contando durante las horas compartidas. Miré por la ventanilla y vi reflejada una sonrisa, recliné el asiento y me relajé pensando que esta vida a veces, tiene sentido.
jueves, 12 de agosto de 2010
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